A la mitad del viaje de nuestra vida me encontré en una selva oscura, por haberme desviado del camino recto.
Por supuesto que habiéndolo escrito, a sus cuarenta y pico, alguien que vivió algo más de cincuenta años, la perspectiva es, al menos, cuestionable.
Pero hoy vivimos en una época en la que si bien veinte años no son nada, treinta, peor que nada, son un sendero indigno hacia un destino ignoto, una selva oscura apartada del camino recto… caramba… quién lo hubiera dicho.
Aparentemente, no conocer el destino, ni el camino, ni siquiera algunos de los compañeros de viaje, es una buena señal, cuando no una ventaja. Eso dicen. ¡Ay de mí, que me espanto tan sólo percibiendo el contenido de mi mochila! Y si el peso que cargamos a cuestas no estuviera correctamente balanceado (nunca lo está), podríamos incurrir en el error por inclinación, dejando ya de ser libres de nuestras elecciones, para caer cada vez en los mismos senderos, harto conocidos, y no por ello más decorosos.
¿Qué hacer, entonces, ante una encrucijada donde lo que conocemos no es ya la fuente de seguridad que nos hace avanzar, sino el peso que nos inclina hacia el mismo atajo equivocado que nos echó a patadas nuevamente al camino?
¿Seguimos saliendo? ¿Para encontrar a alguien y así poder dejar de salir? ¿Nos habremos perdido algo?
Quizás fuera cierto eso de que no es el destino sino el camino, tal vez debería estar disfrutando tan sólo de un buen jueves, de la cereza del Old Fashioned, de que pasen el mismo tema que yo hubiera elegido en el momento exacto, de ese muchacho de ojos pispiretos que me mira desde la mesa de enfrente… estoy derrapando… ¿qué decía? Ah, si, si nos habremos perdido algo. Definitivamente.
Hace un rato volvía de comer con una amiga que me dijo algo tan cursi como certero: el problema es que creés en el amor. ¡Ay de mí, el espanto que nos une, las mochilas y los caminos, rectos y curvos! Quisiera aseverar que es mentira, que soy una cínica cool del nuevo milenio que sólo cree en dejarse llevar, en las velas aromáticas y las milanesas de soja. Pero tengo que admitir, no con poca pavura, que las velas aromáticas me dan tos, que la milanesa de soja como monoalimento es practiquísima, pero no me hace la mitad de feliz que una bondiola (la Sociedad Argentina de Cardiología nunca me abrirá sus puertas, pero ¿quién los necesita?), y que creo que la expresión “dejarse llevar” la inventó algún promiscuo en sus veintes que no tenía idea de lo que se le iba a venir.
Creo en las expectativas. Creo firmemente en las mariposas en la panza, y confío en ellas al punto de abandonar el orgullo y hacer la llamada que no debería haber hecho, esa que convirtió las mariposas en pirañas, y me trajo directamente a la computadora a escribir. Sé que me iría mejor si confiara menos en las mariposas y más en mis amigas, que me aconsejan sensateces. Y no sé mucho más que eso.
Si pocas cosas son ciertas, una es que treinta años no es el momento para andar disfrazando las expectativas. Pero tampoco son tiempos para dejarse apurar por la propia mochila. Quizás sean tiempos para guiarse por las dos o tres cosas que podemos dar por ciertas, las que deseamos, las que nos mueven, y poner en duda todo lo demás, los miedos, las inconsistencias, que nos pesan y abruman.
Debería tener una buena conclusión para este informe divague. Pero es jueves, y todavía queda el fin de semana, con sus expectativas y sus mariposas.
Carito 10.08.07